Que debo ser valiente para enfrentar la realidad: soy un producto de la sobreprotección como una forma de amor mal entendida.
Eso me dices en tus momentos de lucidez dulce en los que quiero instalarme para siempre y no respirar. Lucidez punzante como astilla de hierro. Durísima lucidez que prefiero siempre a tus gritos.
Que tenga valentía para reconocer que todo lo que percibo está equivocado y que te mostré al mundo como si fueras el monstruo secreto que cobijo bajo la cama.
Lo hice. Y abrí mi pecho y te entregué todo lo que conocía, mientras el corazón me latía en los pezones al ritmo que le marcaba tu voz.
Valentía le pides a un juguete destrozado y hay trozos de plástico de muñeca vieja en mi habitación de casa de mis padres.
Fue premonitorio y se ha cumplido: desnudos frente al espejo nunca conseguí ver tu sombra. Ya no estás. Y quieres que sea valiente para morir en un abrazo que no es el tuyo.
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He desaparecido.
Pero en el hueco que habité crecen árboles frutales, huele a mar y canta un niño.
Ya mis palabras no rozan tus labios remotos, y no puedo desoír cómo ruge tras de mí el abismo.
Este dolor no es mío, ni tuyo. El odio tampoco.
Y quizás sea insólita esta misiva sorda, hueca, para el otro lado del mundo.
El viento no mueve mis ganas de cielo y perdí la fe y la cuenta de las veces en las que lo he perdido todo. Tú también.
Has desaparecido.
Y no te nombro para invocarte.
Sea tu recuerdo torniquete para este torrente atroz de noches sin tregua. Vuelven los días de luz.
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