Volví a sentirme como antaño: fiera y despierta. Y es que después de un divorcio amistoso, tranquilo pero tristísimo, la mente está entumecida. El cuerpo, también. Y se responde a los estímulos de forma feroz. Ni siquiera me planteé las consecuencias. Me bajé del coche, sí. Y el llegó hasta mí con una levita de cuero marrón oscuro, bufanda beige y recién afeitado. Me abrazó como me había prometido en tantas charlas en Whatsapp. Sentí al calambre y me atravesó la ropa. Y temblé en sus brazos que me apretaron con fuerza como queriendo deshacerme y fundirme con él.
¿Qué me has hecho?
Y me deshizo. Y fundió mi espíritu en sus ansias.
Meses, un año, siete meses más. Perdí el norte en su sur. Se desdibujaron mis líneas propias, esas que sostienen la cordura y me atan al suelo. Lo fui perdiendo todo. La vida dejó de importarme si tenía esa fuerza que me arrastraba en pleno sueño, con violencia, contra su pecho. No me permitió respirar, no podía respirar, no podía despertar, no quería despertar. Ese es el miedo más cierto. La muerte verdadera.
Llorar por mí. Llorar de frío.
Ahora estoy fuera. Huelo los barrotes todavía. Pero estoy fuera. Libre. De mí hay sólo un reflejo, líquido reflejo, inconsistente, de todo lo que fui.
Pero sí que hay un Dios: mis hijos no se acuerdan de tu nombre.
***
Extirpar otra pequeña tristeza y saber que si de nuevo echó raíces en el corazón, se lleva adheridos fragmentos irreemplazables.
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