María Zambrano en Claros del bosque ya escribió acerca de la sordera y la mudez circunstancial del corazón, que prefiere echarse a un lado para que la mente se ocupe en otros menesteres.
Son ya muchos los intentos de sustraerme de las corrientes eléctricas. Intentos sin éxito, pues el calambre regresa y atraviesa la carne. No son visibles los efectos, todavía. Lo serán. Procuro mantener a salvo esta burbuja ignífuga en la que alimento a mis hijos, y a los suyos.
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Como una brizna de hierba, seguirte, estar en el aire que envuelve tu existencia.
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Un tobogán. Un altísimo tobogán, desde cuya parte más alta no es posible vislumbrar qué hay abajo, si agua o lodo, si piedras o abismo.
Y el impulso de deslizar el cuerpo con sus deseos amarrados: tu imaginaria lengua en mis pechos, tus soñadas manos en mi vientre. Arrojar el cuerpo sin su mente, desanclado ya tu nombre del pensamiento, como muñeco viejo. Y caer en el abismo, o sobre piedras, o en lodo o al agua.
Un tobogán imprevisto en medio del erial que somos.
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Material sensible, hilo finísimo el equilibrio. Mejor caminar sobre él con el pecho abierto y los ojos cerrados.
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