Impartir clase en el lugar donde se vive es un arma de doble de filo, siempre.
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Para aplicar el látigo de la indiferencia no sirve cualquiera ni es un proceso sencillo. Requiere predisposición, sangre fría y seca, y caminar con destreza sobre los escombros.
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Mantener la esperanza es el mayor acto de fe compartido por todos, incluso por los que ya no creen en nada. Pero siguen, respirando, por ver si mañana el aire es mejor.
Hay años en que todo va sobre ruedas, pero incluso en estos cursos donde todo es maravilloso y llueven regalos de fin de curso y flores, una se siente observada, cuestionada. Si además, servidora es conocida en el limitado territorio del pueblo propio por otras circunstancias (ser activista cultural, autora y Cartera Real de las navidades pasadas), la presión aumenta considerablemente. Ojos clavados en la cola de cualquier supermercado. Reproches en silencio al doblar la esquina. Sí, y también cariño. Pero a veces el dolor tapa las rendijas por donde debe entrar la luz.
Y este curso que acaba de terminar, si se hace balance con total honestidad, ha sido horrendo, sí. A pesar de dejar el corazón, las manos, los brazos y las pestañas en el aula, hay ciertos momentos hostiles en que solo se notan los errores. La conciliación ha sido cuesta arriba. La maternidad doble, con los "lógicos" (y no tan lógicos) problemas de salud del pequeño, la inquietud de la mayor, el temblor en los cimientos de la vida, el intentar no romper la cuerda que se tensa al límite...
Días contados de un proceso que termina. Y a pesar de todo, me siento culpable, vacía.
Intentaré dejar esta mala pasión en ese cajón desastre donde se depositan cachivaches que a lo mejor sirven más adelante, para recuperarla cuando pierda el aliento, o para escarmentar del todo.
A pesar de todo aprendo, y continúo el camino, con la voluntad y la predisposición de comenzar de nuevo.***
Para aplicar el látigo de la indiferencia no sirve cualquiera ni es un proceso sencillo. Requiere predisposición, sangre fría y seca, y caminar con destreza sobre los escombros.
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Mantener la esperanza es el mayor acto de fe compartido por todos, incluso por los que ya no creen en nada. Pero siguen, respirando, por ver si mañana el aire es mejor.
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